ANTONIO ARCO No le hablen a Jorge Fin (Madrid, 1963), pintor afincado en Murcia desde hace décadas, del iceberg que provocó el hundimiento del Titanic. «Le cogí manía tras ver la cursilada de película que dirigió James Cameron», dice el artista, que habita en la huerta de Molina de Segura, en la conocida como Casa del Canónigo, una extraña residencia como de película que parece surgida de los sueños mezclados de Lampedusa y de Guillermo del Toro. Fin ha presentado en el espacio AVAM de Matadero, en Madrid, aprovechando su exposición ‘Iceberg Watchers’, la Mediterranean Iceberg Association (M.I.A.), fundada por él en Cabo de Palos.
–¿Qué no quiere?
–Convertirme en esclavo de nada. Más que por la persecución de lo deseable, mi vida se rige siempre por la huida ante lo indeseable.
–¿Qué le debe a su curiosidad?
–Muchos momentos de felicidad. Recuerdo cuando mi curiosidad por las nubes me llevó a contactar con un puñado de locos de todo el mundo que compartían mi misma pasión, entre ellos astronautas jubilados que coleccionan nubes y enseñan a interpretar sus intenciones a marinos que necesitan saber si podrán zarpar o si aún conviene esperar un par de días amarrados a puerto. Ahora, he encontrado en los icebergs otro motivo maravilloso para pintar y para llevar a cabo investigaciones, algo que me encanta.
–Sus majestuosos icebergs aparecen en su obras tras más de una década pintando nubes. ¿En qué se parecen nubes e icebergs?
–En realidad, no es que las nubes hayan dejado de fascinarme. Lo que ocurre es que los icebergs también me resultan fascinantes. Sus formas completamente caprichosas, su espectacularidad, el misterio que encierran bajo las aguas... Parecen inmortales, pero están condenados a morir. Lo que sucede es que la muerte de un iceberg es bellísima. Me tienen completamente cautivado. La diferencia con las nubes es que estas duran unos minutos y los icebergs miles de años. Algunos llevan flotando desde antes de que surgiera la escritura. Son colosales, maravillosos.
–¿Qué aprende con unas y con tros?
–A mirar, a tener una mirada cada vez más sabia, o eso espero. Mirar para arriba, hacia el cielo, proporciona un placer enorme. Recuerdo que mi hermano Alberto y yo, siendo niños, fuimos a pasar un verano en un pueblecito de los Picos de Europa, en Santander. Qué maravilla: vacas enormes y ríos que caían en cascada formando pozas con el agua casi helada. Nos montábamos en un carro tirado por un burro marrón que subía despacio hasta las eras para ver la siega del heno. Y nunca me he olvidado de algo: de regreso nos tumbábamos sobre el enorme montón de heno que ocupaba todo el carro a ver las nubes pasar, y con el vaivén del camino nos quedábamos dormidos.
«No quiero convertirme en esclavo de nada», dice el pintor, que ha fundado en Cabo de Palos la Mediterranean Iceberg Association
–¿Qué más recuerda de ese verano?
–El día en el que nos llevaron a ver las Cuevas de Altamira. Nos comimos los bocadillos tumbados sobre la piedra y mirando ese techo fascinante. Jugamos dentro de la cueva a ser trogloditas. No éramos conscientes de la importancia de lo que acabábamos de ver, pero se me quedó grabado para siempre el hecho de tener que tumbarnos y mirar para arriba para ver aquellos bisontes colorados. La misma postura con la que inventábamos formas en las nubes sobre nuestro carro de heno. Poco a poco, de forma maravillosa, aprendí a mirar más allá, a fijarme en la belleza, en lo extraordinario. La belleza nos consuela, nos da alegría. Yo la busco con entusiasmo, infatigable, y cuando la encuentro sigo quedándome deslumbrado.
–¿Qué tipo de creadores le interesan más?
–Los que van por libre, los que no se atan a las modas del momento, los que se inventan un mundo personal y reconocible. Soy un pintor de retaguardia. Los codazos del ‘sprint’ final de cada etapa no van conmigo. Defiendo que tan solo en la cola del pelotón podemos perder el tiempo en mirar y disfrutar del paisaje y sus detalles: las flores de Georgia O’keefe, los gatos de Foujita, las niñas de Balthus, las frutas geométricas de Maruja Mayo, las habitaciones silenciosas de Hopper, los retratos a lápiz de Hockney, las fotografías posibles pero improbables de Chema Madoz, las blancas pantallas de cine del japonés Sugimoto, los espejos escalofriantes de la australiana Anne Wallace, el movimiento elegante de las pantallas de plasma de Julian Opie, las olas pintadas a carboncillo del americano Robert Longo...
–¿De qué se alegra?–Yo soy economista y estuve trabajando en una oficina bancaria. Me iba bien, pero no era feliz, aquello me horrorizaba. La pintura me salvó. Supe y pude salir corriendo a tiempo de una existencia parecida a la de los galeotes que amarrados a un banco reman cansinamente al son del tambor de un sádico patán. Pude huir de la vida a toda prisa, de los atascos, de la rutina, de tener jefes...
–¿Qué le gusta hacer?
–Al caer la tarde, miro desde una butaca en la terraza cómo las tórtolas empiezan a volver a sus nidos en los altos cipreses y también en las veintisiete palmeras que tenemos en el jardín, entre las que los murcielaguillos empiezan su danza a la caza de insectos voladores. A nuestras palmeras no les ha atacado el temible picudo rojo, y según nuestro palmerero es gracias a que las cotorras las han colonizado.
–¿Por qué se quedó usted a vivir en Murcia?
–Por amor. Mi mujer es de aquí. Tenemos tres hijos maravillosos, y esta casa que es mitad ruina, mitad locura, mitad paraíso. No se parece a ninguna otra, con su campanario tan antiguo, su torre, el estudio para pintar donde sobran ventanas, las palmeras y los cipreses... Cuando la compramos, nos instalamos a vivir inmediatamente
en ella sin que tuviese todavía ni luz ni agua, lo que hicimos fue acampar en su interior. Llevamos años restaurándola, pero no tiene fin.
«Los icebergs parecen inmortales, pero están condenados a morir. Lo que sucede es que la muerte de un iceberg es bellísima. Me tienen completamente cautivado»
Avistamientos
Jorge Fin está satisfecho con el resultado de la presentación pública de Mediterranean Iceberg Association (M.I.A.), que tuvo lugar recientemente durante la muestra de icebergs, titulada ‘Iceberg Watchers’, que expuso en el espacio AVAM de Matadero Madrid. Naturaleza poderosa, silencio, lentitud... ‘Iceberg Watchers’ muestra de manera fantástica tanto icebergs avistados por personajes históricos, como avistados en lugares concretos de la costa del Mediterráneo, incluido Cabo de Palos, el lugar donde se fundó la asociación. La Mediterranean Iceberg Association, explica Fin, uno de sus tres fundadores, «es una asociación sin ánimo de lucro fundada el 27 de agosto de 2015 en Cabo de Palos, para la observación de icebergs en el Mediterráneo y el fomento de las bellas artes, la literatura y la ciencia alrededor de estos colosos helados». Para acompañar algunas de sus obras con icebergs, Fin ha escrito brevísimos relatos que ayudan al espectador a crear sus propias historias a partir de la contemplación de estos icebergs imposibles «cuya visión aporta serenidad». Por ejemplo, para la obra titulada ‘Avistado por Erik el Rojo, 28 años, de travesía hacia Groenlandia recién desterrado de Islandia por asesinato, año 982’, Fin ha escrito: «Erik el Rojo (954-1003) mató a su vecino y a dos de sus esclavos en una disputa de taberna, por lo que en la reunión del Thing de su comarca fue condenado al destierro por tres años. Tal y como se relata en la Saga de los Groenlandeses y en la Saga de Erik el Rojo, este se dirigió con algunos amigos en su barco a Groenlandia y pasó tres años buscando algo abrigado y con un poco de verde donde estableció un poblado cuyos restos aún se conservan. Al volver de su destierro intentó atraer colonos a su nuevo dominio y pensó que un nombre atractivo sería un buen reclamo, por lo que a ese enorme continente blanco lo bautizó como ‘La tierra verde’ (Greenland, Groenland) en la primera gran operación de publicidad engañosa de la historia. Consiguió reunir hasta 3.000 colonos en su dominio. El año 1000 su hijo Leif Eriksson salió de allí para descubrir Vinland, Terranova, y fundar una nueva y exitosa colonia. Erik no quiso acompañarle porque al ir a embarcar se cayó del caballo y lo interpretó como un mal augurio. Nefasta previsión: en 1002 una nueva oleada de colonos trajo consigo una epidemia a Groenlandia que acabó con todos, incluido el propio Erik». También ha pintado el titulado ‘Avistado por Matthias el afortunado, 15 años, a bordo del Ballenero Isla de Föhr, 1647’. De su protagonista cuenta que «en su lápida de piedra escrita en latín en su tumba en el jardín de la iglesia de Föhr, una pequeña isla danesa hoy perteneciente a Alemania, Matthias Petersen (1632- 1706) es descrito como el increíble cazador de 363 ballenas en Groenlandia, por lo que es reconocido por todos bajo su apodo ‘felices Matthias’, esto es Matthias el afortunado, Lucky Matthias o Matthias der Glückliche. Tras hacer una gran fortuna dio una buena educación y estudios a sus hijos, uno de los cuales llegó a ser alcalde de Copenhague, y otro rector de la universidad. En su testamento encargó erigir dentro de la iglesia de su pueblo una vistosa tumba escrita en latín, el lenguaje de los ricos y los cultos. El párroco harto de que alguno de los hermanos menos pudientes se negasen a aportar lo convenido, sacó la lápida al jardín, donde aún hoy se conserva con su precioso escudo con la figura de la diosa fortuna danzando desnuda sobre una bola del mundo con una gran ballena expulsando agua por sus lomos». Y espléndido es el óleo ‘Segundo iceberg avistado por Herman Melville...’, del que al espectador le viene bien saber que «Herman Melville (1819-1891) se embarca a los 19 años en el mercante Saint Lawrence de New York a Liverpool para buscarse la vida. Años después escribe ‘Redburn’ (1849) contando sus difíciles experiencias reales como el grumete a bordo del Highlander a quien apodan Buttons por la inapropiada chaqueta de caza heredada de su padre. Aún tardará varias décadas en escribir ‘Moby Dick’, libro que pasó desapercibido y del que solo se vendieron unos mil ejemplares en vida del escritor. Hasta la década de 1920 no fue rescatado por un ratón de biblioteca que lo reeditó con las maravillosas ilustraciones de Rockwell Kent que lo convirtieron en un libro para la eternidad. Para Melville el éxito en vida fue ‘más asombroso que si un iceberg se encallase en una de las Molucas’ (‘Moby Dick’, cap. 2). Con casi 70 años de edad, el pobre Melville acepta un modesto trabajo como inspector de aduanas en una oscura garita de los docks del puerto de Nueva York, donde escribe su poema ‘The berg (A dream)’ recordando su visión en su primer viaje en barco».
–¿Qué reconoce que puede resultar curioso?
–Desde luego, que yo no haya visto ni un solo iceberg en toda mi vida.